Thursday, May 16, 2019

Manuel Granados, esplendor y tragedia de una literatura


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Nacido en la ciudad de Santa Clara, en 1930, pero inscrito en la de Camagüey, en 1931, las biografías de Manuel Granados mantienen esa ambigüedad que se cierne sobre su vida como una marca. Su vida misma fue una contradicción constante, desde que nació negro y pobre —hijo de un albañil y una ama de casa, mezcla de negro y japonés él, mestiza clásica ella—; su padre logró becarlo en uno de los colegios más prestigiosos del Camagüey clasista de aquellos años, gracias a un trabajo especial para el obispo de la ciudad. Granados crecería, entonces, rodeado de su propia pobreza, pero participando de la vida opulenta de los hacendados camagüeyanos, gracias a la amistad de sus compañeros de clase. 

En ese contexto, tuvo claro que sus mejores posibilidades, en sentido práctico, estaban en lo que le aportaba su raza según el cliché de los blancos; fue un magnífico atleta, y amigo de sus amigos, que siendo blancos le comunicaron todas sus comodidades propias. Curioso es que nunca renegara de su raza, en la que se movía con extrema facilidad, incluso al extraño nivel sociológico de los comportamientos de grupo; en su propia persona, fue más negro que si hubiera sido un recién liberto, y duro como el más bestia de los heterosexuales, y además escritor. 

Manuel Granados fue, además, el laboratorio perfecto del fracaso cultural del socialismo; evidenciando esas profundas contradicciones de un proyecto que fue, más que todo, una ficción intelectualoide; una ficción más letal que la propuesta cristiana medieval, por cuanto no proveyó siquiera un sistema de trascendencia espiritual; aunque lo prometió, con esa arrogancia fáustica, que fue propia precisamente de las ficciones intelectuales modernas. Es inevitable la comprensión de esa faceta vívida de Granados, para comprender después por qué fue un fenómeno literario y su extraño esplendor; aunque esto debe tomarse de modo muy relativo, pues sólo concierne a su realización práctica y culminante, no a su propia evolución, no más contradictoria que la de cualquier humano. 

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En definitiva, su única diferencia con figuras como la de Alfred Jarrys, el genial surrealista, es que no ha desatado cultos póstumos; pues en vida, Jarrys, emblema del tormento romántico, fue un fracaso como el que más, árido y enloquecido incluso, más que muchos. En ese sentido, ante el escepticismo de los intelectuales marxistas, mayoritarios por su clase universitaria, académica, es decir, clasicista, Granados, como Jarrys, posee el valor crístico del triunfo por la más aplastante derrota. Humano, en la forma más depauperada de humanidad, por pertenecer a ese segmento en que la marginalidad coincide por la raza y la clase social, Granados despierta a la literatura en medio del fervor revolucionario de la Cuba de los ‘60. Es decir, cuando tanto el sistema socialista como sus utopías de paydeia, eran creíbles y todavía frescas; más aún, parecían triunfantes, como el cristianismo medieval en los albores del secularismo moderno. 

En ese momento se alzó con una primera mención en un premio novedoso, que al final demostró ser tan fraudulento como cualquier otro, pero no justo en ese instante; también en ese contexto, publicó un libro de cuentos, mejor aún que su novela ganadora, porque en profundidad carecía de tesis y era una búsqueda formal pretenciosa y magnífica; la novela se llamó Adire y el tiempo roto, y el libro de cuentos se llamó El viento en la casa sol. Además de eso publicó un lamentable libro de poemas, en el más malogrado de los proyectos literarios cubanos; el libro se llamó El orden presentido, y el proyecto editorial se llamó Ediciones el Puente. El proyecto fue el más malogrado, primero por la injusta embestida que recibió de parte del culturalismo revolucionario, que lo percibió como un peligro burgués en su amaneramiento. 

El proyecto mismo quizás no fuera muy lustroso, propiciando un poética gastada como la de la llamada Generación del 50 cubana; cuyo mayor defecto fue el intelectualismo sentimentaloide, por más incomprensible que eso suene; pero a esa poética pertenecieron títulos como, por ejemplo, los más revolucionariamente glamorosos de Heberto Padilla (Fuera del juego), Belkis Cuza Malé (Juego de Damas), y Tania Díaz Castro (Todos van a tener que oírme); todos glorias de aquellos años, que aún no perciben cómo es que fueron causa y decadencia misma de la poesía, en sus atribuciones de sentido recto a un simple manierismo formal. Así, El orden presentido se inscribe en ese espectro de poesía contenidista, sin mayor trascendencia formal; de valor sentimental, quizás moral, pero por ello mismo sentencioso, y fatal en su pedagogismo existencialista. 

En cambio, la novela, Adire y el tiempo roto, participando del mismo contenidismo, contaba con la mayor laxitud formal de la novela contemporánea; además de la cierta vividez, vitalista, que engarzó a las búsquedas vanguardistas con la épica revolucionaria de los años ‘60 del siglo XX. El fenómeno no sólo no era extraño, era también lógico y esperable, en un mundo que no lo esperaba; en medio del fervor revolucionario y sus descubrimientos de verdades obvias (Perogrullo), hacía coincidir las vidas de una prostituta blanca, reivindicada por la revolución cubana, y un negro revolucionario. La novela está bien resuelta, es eficiente, y logra canalizar un dramatismo que en ese momento era propio de sus protagonistas, desbordaba fuerza dramática; el libro de cuentos sí fue genial, quizás porque la brevedad de sus propuestas no daba pie a la épica; al menos no para un tipo tan depauperadamente real como Granados, no para un burgués revolucionario, y por ende intelectualoide y épico, como Jesús Díaz, por supuesto. 

El cuento con que comienza El viento en la casa sol, abre con un mensaje a Kafka, ¡a Joseph Kafka!; no una cita suya sino un mensaje, en el que Granados le dice que él también existe. La naturaleza de esa nota indicaría que Granados distinguía una problemática propia distinta de la kafkiana; lo que es notable, porque el cuento, El artefacto, está escrito en la misma tónica de La metamorfosis —aunque mucho más conciso, comprimido — y otros cuentos de Kafka. De ahí se entiende la percepción por Granados del dramático vitalismo surrealista como una posibilidad de plantearse otro tipo de problema; esto es, la marginalidad del Ser, no sólo por ser incomprendido, sino por su misma condición innata de independencia y libertad. 

Ese parece ser el tópico de Granados por excelencia, la profunda independencia del Ser; a pesar de que permanezca siempre sumergido en tópicos más convencionales, como la denuncia social y el racismo explícito; nunca —curiosamente— la soberbia heterosexual, que siempre padeció, y que hubo de sortear con una vida azarosa y bastante retorcida. En cualquier caso, la marginalidad del Ser por su condición innata de libertad, es un objeto dramático muy original; más aún que la misma propuesta kafkiana, de la que sin dudas nace, pero derivando a una reflexión existencial más radical, irreductible y última. Ese, en todo caso, parece ser el mejor libro de Granados hasta la época, marcada por graves contradicciones y contrariedades; entre ellas, sus prolíficas relaciones, sobre todo sexuales, con extranjeros, en una sociedad que ya se perfilaba como carcelaria en su nacionalismo político. 

Pero habría que enmarcar esto más allá de la simple prostitución aparente, y no sólo en su caso; sobre todo porque la depauperación económica, de origen social y racial, y la agresividad de los círculos de poder —por más relativo que éste fuera— eran tan acuciantes, que el comercio sexual no es simplemente un trabajo denigrante, sino que muchas veces era la única forma viable de sobrevivencia. Granados incluso parece haber ejercido la prostitución masculina en su juventud, cuando emigra a la capital; lo que lo pone en la curiosa posición de aportar las referencias autobiográficas del personaje femenino de su novela, que era además blanca y de procedencia más convencional; además de trabajar con el personaje masculino, negro y pobre, como el arquetipo de perfección a perseguir, logrando alcances ontológicos. 

Es curioso, porque Granados no parece haber tenido nunca conflictos de identidad sexual, por más controversial que resulte; además, porque accede de algún modo al ideal cristiano, que siempre rechazó por su propia experiencia, dibujando un héroe de valor crístico; de modo que lo que denota es una capacidad innata para desdoblarse en una performance y un histrionismo que permeó toda su vida; que también a veces rueda como la piedra fatal de Sísifo. En efecto, cada una de las personas que lo conocieron, accedía a una faceta única suya, distinta de las que conocían todos los demás; la mayoría de las veces, incluso, inventadas o demasiado ambiguas al respecto, desde cocinero en barcos mercantes hasta cualquier otra cosa.

Pero esa mitomanía revela sobre todo una capacidad increíble para vivir experiencias más allá de su realidad; para crearlas y vivirlas en consecuencia como reales y dadas. Esa, quizás, sea la razón de que su dramaturgia sea más rica y vívida en sus cuentos que en sus novelas publicadas; al menos hasta y durante el desastre, el gran hoyo que dividiría su vida en dos mitades, una de pobre y otra de pobre y decadente, pero ambas fascinantes. En los años setenta, Granados es atrapado por la política de idoneidad del Partido Comunista Cubano, oficial y totalitario; y por eso es gradualmente marginado de todas las instituciones culturales, en un país que proscribió la actividad privada. 

Durante veinte años frecuentó los círculos de escritores, artistas e intelectuales en general; y era apreciado en lo personal, pero apartado con prudencia de todo lo que oliera a actividad oficial, en un país donde no existían actividades extraoficiales. Su pertenencia a los grupos que inauguraron las proyecciones culturales revolucionarias no permitía su ostracismo total, pero éste fue igual de efectivo; nunca más publicó un libro ni un artículo, ni siquiera un pobre poema, menos aún una tenue opinión. En ese tiempo, no obstante, su acceso a personalidades concretas con las que compartía afectos, le permitió mantener el enganche con su propia creatividad; y así se embarcó en la redacción de la novela interminable, Los hijos de María Candela, una gran épica revolucionaria de reivindicación racial y social.

 A lo largo de esos veinte años, sin posibilidades reales de publicación, la novela no se terminó nunca; al final, hacia los años ‘90, cuando llega su propia reivindicación, termina siendo una épica menor, del tipo socialista, como La stanitza flotante, sin siquiera el color caribeño. Expediente de hombre, residuo de Los hijos de María Candela, no era exactamente una lástima, pero sí la prueba de un fracaso; después de esos veinte años, Granados era un hombre derrotado por la brutalidad cultural de un régimen despótico y atroz. Después de veinte años, Granados sólo quería respirar un poco; y aunque era divertido para los demás, no lo era para sí mismo, y estaba cansado de su depauperación persistente; quería respirar, cualquiera quiere sólo respirar, sobre todo si por tanto tiempo te están apretando la garganta. 

Por eso, Expediente de hombre es una claudicación, que aprovechó la incertidumbre de la perestroika soviética para ser publicada; y tras ella llegó la reivindicación, tenue pero consistente y progresiva, con otro título de cuentos, País de coral, que reunía algunos nuevos con otros tomados de El viento en la casa sol. Sólo que los antiguos tenían razón cuando dieron rostro a la fatalidad y la llamaron Ananké; y el mismo Granados no pudo ahogar el gen que le hacía protestar por su propia libertad e independencia individual. Así se rescataron los restos desechados de Los hijos de María Candela, que en vigilancia extrema nunca integraron Expediente de hombre; y Granados comenzó la tarea extraña de escribir dos novelas simultaneas, con todo ese material sobrante pero rico y precioso. Así, entonces, proyectó El corredor de los vientos y Los días de Damián; dos novelas pretenciosas y tremendistas, pero reivindicativas de su pulso de escritor. 

La primera, El corredor de los vientos, narra su historia interminable pero con una variación; en que un hombre blanco, descendiente de catalanes, salta de su pobreza en la Ciénaga de Zapata a ser un acaudalado estanciero del Camagüey; a la vez que una joven, perteneciente a la insospechable burguesía negra de Haití, emigra a la pobreza extrema cubana y termina siendo su amante. La novela logra hacer creíble un drama que los cubanos se empeñan en no creer, justo porque aprovecha las vetas dramáticas de una situación tan extrema y contradictoria; y al menos en los esbozos hasta su partida al exilio en 1993, Granados lograba en ella una contracción formal del Realismo Mágico a situaciones totalmente posibles y cotidianas; con casas que se construían en un día, santos que lograban actuar en la mudez objetual de sus representaciones; y sólo al final, una apoteosis de trascendencia mística, en un final tipo Corín Tellado pero en un drama de salvación, a la altura de El Don Juan Tenorio.

La otra novela, Los días de Damián, es una atrevida aventura ontologista del tipo Paradiso-Opiano Licario; no por el lenguaje, ni mucho menos por las referencias ni el culteranismo, sino justo por la naturaleza del drama. Damián es un chico negro, cuya familia proviene de uno de los pueblos de la provincia de Matanzas, ricos en población negra; y producto de la política educacional de la revolución, se gradúa en Filología, una carrera de humanidades, que —al margen de la realidad— no se asocia con la raza negra. El drama comienza cuando, para hacer su tesis de grado, Damián va a hacer un estudio de campo en la vecindad que comparte su familia en aquel pueblo matancero; y allí, y cómo no, se enfrenta a su propia realidad, porque rompe la burbuja en que lo habían envuelto sus estudios convencionales y su realidad artificial de joven capitalino, rodeado de amigos blancos. Con esos elementos, Granados logra elaborar una especie de Orestiada —sí, el mito clásico—, y es en eso que se acerca al ontologismo del binomio lezamiano de Paradiso-Opiano Licario.

Desgraciadamente, y vuelve a recurrir la fatalidad, la Ananké, Granados se ve envuelto en la controversia política del grupo literario Criterio Alternativo; y se dice "desgraciadamente", porque esas novelas, excelentes en sus respectivos proyectos, sí tenían posibilidades reales de publicación, y de llevar a su culminación y plenitud la madurez de un escritor de peso histórico. Al margen de cualquier crítica a las pretensiones y la efectividad del grupo, Granados parece haber sufrido las consecuencias de su ingenuidad política; en cualquier caso, lo llevó de nuevo al fracaso; y no ya en lo que respecta al ámbito local, que era importante, sino sobre todo en sus posibilidades reales y puntuales de realización. Marginado por acción propia de la actividad oficial, Granados sale al exilio en Barcelona, España, y muere en París, Francia; pero lo hace con alrededor de sesenta años, y sobre todo, muy cansado, lo que incluso ya se veía con sus concesiones en la novela Expediente de hombre

A su llegada a España, Granados no tiene recursos propios, y depende de la generosidad de amigos; que por otra parte, no son amigos en sentido propio, aunque sean generosos, y muy generosos, porque los ganó en una tutoría intelectual casi jinetera durante sus últimos días en la Habana. De sus últimos tiempos, como las referencias provienen de sus propios y fragmentados testimonios a algunas personas, no hay muchos detalles; y menos aún detalles que sean creíbles, dado su profundo histrionismo y su capacidad de fabulación; pero algunas cosas pueden establecerse, y muestran la frustración de una vida abocada al fracaso a pesar de su vitalidad. Pasa de Barcelona a París, en un matrimonio —y los que lo conocen sabe que fue de conveniencias, pero a los cubanos del período revolucionario eso no les importa mucho— con Dominique Colombani; una francesa amante suya de los tempranos sesenta y setenta en la Habana, cuando Manolo se prodigaba en su negritud a la sed de folclorismo sexual de los europeos izquierdistas. 

Colombani terminaría por cumplir una ironía, dándole no sólo la manutención sino también el apellido; y sobre todo, una presión sobre su escritura, pues ella misma era editora, aunque del tipo más convencional y pragmático, empresarial, que terminó por hacerle mantener dos versiones de sus dos novelas; una de cada una, que desarrollaba en el confort del hogar, y que sometía a la rigurosa crítica de su esposa, conocedora de las necesidades del mercado y empresarial, aunque no llegó a ninguna parte; y otra, también de cada una, perdida hoy entre amistades suyas, y que elaboraba en una extrañísima clandestinidad, y que sobre todo demuestra su estatus final. En el entretanto, Granados sobrevivió en una comunidad cubana de París obsesionada por su exilio, y ansiosa de trasegar méritos políticos y literarios; y parece que cansado, por supuesto, cedió a tales ambiciones, porque sobre todo se trataba de poder respirar, de finalmente respirar.

Del esplendor de su literatura, en sentido estricto, puede recordarse la riqueza formal de El viento en la casa sol; resaltando la complejidad dramática de cada uno de sus cuentos, y el alud de recursos que utiliza; desde un repentino protagonismo del color, como significado eventual, y la reflexión de cargas existenciales, en un cuento como El entierro; pero llegando hasta la primera aparición del personaje de María Candela, más brutal y contradictoria que en sus elaboraciones posteriores. En efecto, La María Candela de El viento en la casa sol recrea el escondido segmento de la burguesía negra camagüeyana; negra católica, pero de los fieles con banca propia en la parroquia, sufre la novedosa conversión inversa de descubrir el mundo de la religiosidad negra, la Regla de Ocha. 

En un pasaje transido de soberbios cuestionamientos a la tradición litúrgica del cristianismo, el personaje hace una catarsis grandiosa; y así, contrapone, en la brevedad de un lenguaje entrecortado y de imágenes contradictorias, recursos y necesidades prácticas; solucionando su evolución en párrafo y medio, ¡sin apresuramientos y en concordia sintáctica! La María Candela posterior, la de la novela abortada, ya estaba establecida, ya había cumplido su transición, y estaba retrotraída a la habitualidad de los negros anónimos de la capital cubana; por eso es menos intensa, aunque como si se aplanara para darle color a sus hijos, como cuando Rea cede ante la imponencia de Zeus y su propia prole.

 En un cuento como La noche de San Bartolomé, Granados viste la careta populista del escritor revolucionario; pero sus datos no son elaboraciones sociológicas ni intelectualoides en modo alguno, son de primera mano; y la única pifia es que finge ser un negrito ignorante —no un negro, sino un negrito—, en el más puro cliché; llevado a la lucha revolucionaria por un blanquito burgués, estudiante universitario, mártir por demás; que en su caso, lo más probable aunque no dicho, es que lo adoctrinara por la bragueta, el único lugar que hace a las conversiones fatales y tremendas. Lo cierto es que en su narrativa habitual, arma unas imágenes eficaces y duras, dramáticas; y engarza los sucesos históricos de la matanza de los hugonotes con la persecución de los sediciosos revolucionarios, con todo y legitimación moral; y lo logra desde la simpleza aparente y deslumbrada, necesaria y lógica con la estética del momento, de su protagonista. 

Pero su misma relación, marginal y firme, con el mundo literario cubano, marcaría su derivación, tanto formal como temáticamente; primero, al encerrarse en el imaginario épico de la revolución cubana, en el que él mismo gozaba de un lugar pintoresco; y también cuando, al momento de su ruptura final, se concentra en la crítica política y social directamente, integrándose al decadente espectro literario cubano. De ahí que al canibalizar Los hijos de María Candela, Expediente de hombre logre una estructura suficiente, pero menor respecto a la saga de Adire y el tiempo roto. Prueba final de esto último, el cuento Manuelo y la noche, última publicación suya, ya en el exilio, a cargo de Liliam Hanson; este cuento proviene de la versión original de Los hijos de María Candela, y una versión suya, La señora Mimí, forma parte del libro de cuentos País de coral, con que la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) lo reivindicara a principio de los ‘90. 

En esta versión posterior, Granados revierte el compromiso, moral, y se descuelga del imaginario épico revolucionario; con una catarsis dramática, menos esplendorosa que aquella de María Candela, pero también más sentida; y esto mismo marca su circunscripción al espectro menor de la literatura cubana del exilio, que es pobre en figuras de la talla de Cabrera Infante. En Manuelo y la noche, de hecho, hay una identificación, con referencia histórica incluso, con la intelligentsia culta y academicista del exilio; explícitamente, al apropiarse de una experiencia vivida por Enrique Patterson, figura relativamente destacada de esa intelligentsia, para ilustrar la narración. 

Ese desconocimiento de la legitimidad valórica y la suficiencia de la ficción literaria, ese retraerse al testimonio político, ese sería el indicador de la decadencia; a cambio, las versiones originales de sus dos novelas inéditas podrían haber contrarrestado esa tendencia; pero están perdidas, a manos de amigos suyos en París, y no hay motivos para creer que tuvieran una evolución distinta a la del cuento. Granados entonces perece vencido por su circunstancia, trágica; pero su materia primera permanece ahí, como prueba de un esplendor que sólo se dignifica aún más con la derrota, como en el Cristo.

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